Casi todo lo perdimos, por
cometer el error de nacer tarde, retrasados para disfrutar una puesta de sol que no
sea intervenida por grandes bloques de concreto que aminoran mi visión y me
encierran en un cubículo infestado de sonoros reproches y frustraciones, muchos
que ni siquiera son míos... pero así nacimos, invadidos por la cotidaneidad de ver nuestros rostros
cada día, siempre tan cerca, como si me encasillasen en una gran burbuja
rutinaria que me ha llevado por mis días y mis noches, por sus calles y sus colores
tan grises, me llevó a perder hace mucho tiempo el significado de la palabra,
esa pequeña herramienta que puede ser tan efímera o tan significante como la
digas, tan intensa o tan banal como la pronuncies.
Estamos aquí, en la
recurrencia ligeramente demorada, viviendo tan cerca el uno del otro, esa
cercanía nos orilló a arrebatarle el sentido a la mirada y la llenamos de
indiferencia, perdimos el don de ver el alma a través de los ojos, confundimos el hábito
de mirarnos para simplemente “ver”. Dejamos de buscar y nos conformamos con ver
solamente lo que es visible para nuestros ojos sin mirar más allá de nosotros mismos,
más allá de todos los obstáculos que intervienen entre el alba y mis
pensamientos.
Nací tarde, y me tocó vivir donde el clarecer difícilmente toca
mis pupilas, y así, pasamos las horas frecuentemente desesperados por sentir algo
real, lo que sea, que caemos en los brazos de la utopía para contemplar solamente
la medianía que disfraza de sustancial a toda esta trivialidad. Porque sin
darme cuenta, nací en una época donde escasa vez algo se vuelve trascendental
en un mundo tradicionalmente convencional.